21 jun 2012

Y desenfadarte una y otra vez

Publicado por Dani Rivera


- “Lo siento”

Era la duodécima vez que lo pronunciaba, allí, en mitad de una soleada terraza. Las once veces anteriores había obtenido la misma respuesta y en aquella ocasión tampoco fue diferente. Aquel silencio y esa mirada perdida que no se había cruzado con la suya en toda la tarde no vaticinaban nada bueno.

- “Si es que no me sirve de nada, Al, de nada.” Dijo, por fin, tras permanecer callada durante los últimos cinco minutos. “No vas a arreglar con eso todo lo que has dicho antes, no vas a cambiar nada, asi que no te molestes.”

- “María...”

- “Álvaro, en serio, me estás empezando a cansar”

Lejos de rendirse, pensó en insistir de una forma diferente, algo más original, que diese sus frutos rápidamente. Y se le ocurrió la estrategia más efectiva del mundo. Acercó su silla, arrastrándola de una forma infantil hasta que estuvo a escasos centímetros de ella. María hacía como que no le veía, como si no existiese, y continuaba comprobando las últimas novedades en su Blackberry fucsia. Álvaro respiró profundamente y atacó la zona más desprovista de todas, su cuello.

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Abrió la puerta al tercer intento. Era complicado si te empeñas en hacer otra cosa mientras tratas de encajar la llave en la cerradura. La respiración de ambos se entrecortaba, atrás dejaban los enfados, una propina excesiva que seguro contentaría al camarero de aquel bar con terraza y un par de cervezas sin terminar.

Entraron. Aquella era la definición de libertad, una casa entera para ellos, un piso compartido con alguien que se había marchado de viaje hace un par de días, el apartamento de María.

El empujón contra la pared fue tan violento como morboso. Estaba desatada y lo pago con sus botones. Le arrancó la camisa de un seco tirón. “Mañana tocará ir de tiendas” pensó Álvaro, pero aquello no le importó lo más mínimo, su atención estaba ahora centrada en desentrañar el misterioso cierre de su sujetador.

Se cayeron al sofá mientras dejaban a su paso un reguero de prendas caídas. La camisa de él y la blusa de ella fueron las primeras víctimas. Mientras trataba de coger fuerzas con cada bocanada, dibujó en la cara de Álvaro las pinturas de guerra de un pintalabios Maybelline rojo pasión. Y en aquella batalla no habría prisioneros.

Se levantaron rumbo a la habitación. En su camino suicida, en el que ninguno separó ni un centímetro sus labios para comprobar si estaba despejado, arrasaron con una silla mientras caían al suelo enmoquetado los pantalones de él y la minifalda de ella.

La tendió suavemente sobre la cama, su delicadeza contrastaba con la furia con la que se había desenvuelto minutos antes María para terminar rodando por el sofá de cuero. Cortó el beso a la mitad, cogió aire y recorrió con su mano su corto pelo castaño. Terminó por quitarla el sujetador, abierto ya hacía tiempo, y tirarlo con desdén a alguna parte de la habitación. Aquella era su noche.

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El insolente sol se coló por las rendijas de una persiana a medio bajar y les pilló durmiendo, entre los restos de lo que parecía un terremoto. Álvaro se despertó, sonrió al verla a su lado y no pudo dejar de mirarla. Cuando vio que abría los ojos, trató de disimular pero ya era demasiado tarde.

- “Prometeme que no vas a volver a enfadarme” dijo María a modo de Buenos días.

- “Eso es imposible...” Respondió. “Pero sí que te puedo prometer que cada vez que te enfade, te desenfadaré. Una y otra vez, desde ahora hasta el fin de nuestras vidas.”  

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